marchamos (para decir que nos vamos, en plan catalán)
Selecciono las novelas que mis brazos son capaces de cargar. Me siento tan mal por las que elijo como por las que no mientras rompo el orden de colores y tonos que tanto me costó encontrar. Las meto en bolsas de tela y salgo. Desciendo y escalo la calle, el futuro, los muebles, los contratos, una salida. Se me cansan las piernas. Con tanta subida y bajada, el trayecto entre casa y casa parece una montaña rusa.
ausente en teams
Seco las sábanas con un secador mientras pienso en ideas para la agencia. Me duele la muñeca cuando ya voy por la funda del edredón. Hay una sábana colgada en la mampara de la ducha y otra en las sillas del salón y otra en el sofá. No tengo donde sentarme; intento ser creativa de pie.
no vi a jesús
La anunciada noche salvaje de Berlín me devuelve el insomnio. Bastante salvaje. Vuelvo a la ciudad después de diecisiete años sin verla y me parece ahora que conozco el este mucho menos del este de lo que pensaba.
Allí, los días son una cuenta atrás a un salto al vacío y los mensajes, una ventana al futuro. Se me olvida solo cuando tomamos en la hierba el sol de febrero y demasiada cerveza para tan poca comida. Sigo atontada cuando leemos atrocidades históricas en un panel tras otro y me parece una suerte no enterarme tanto. Nos aguantamos el frío.
Logro dejar de lado torturas con distinto nombre y seguir con mi vida para cruzar el centro. Encuentro a mis amigas en un barrio residencial. Nos veo mayores después de seis años: con piso propio, alquiler propio y problemas propios. Preparamos la cena y me mandan masajear una col, que hasta entonces no sabía que pudiera masajearse. Me sorprende ser capaz de expresarme sin destrozar las frases a pesar del cansancio y Alba se ríe cada vez que se me escapa un «es que» entre inglés e inglés. Debatimos sobre nazis y sobre qué ciudad es más inhabitable, Berlín o Barcelona. Brindamos por tener un techo y por la perra de Lisa, que se llama «luna» en catalán y no lo sabían.
Cuando volvemos a estar solos, nos refugiamos de los señores raros en un bar de Kreuzberg que tiene buena música y velas en las mesas. Si volvemos andando a la cama, digo pasada media noche, ni será febrero ni será Berlín. Será como en nuestra vida paralela, cuando él vivía en Alemania y yo, más lejos todavía.
¡es abril! ¿es abril?
La última vez que me hago una foto en el espejo antes de que mi cuarto cambie tengo un arañazo junto al ombligo.
Es final de mes, me quedo sola y no me dejo pasar hambre, ni frío. No sé si estoy mejor o mayor. Por las mañanas subo las persianas y por las noches las bajo, como hay que hacerlo en España. Sigo sorprendiéndome por lo mal que se me da hacer algunas cosas simples: cortar bien las patatas, cerrar las ventanas, el gas. Acumulo pequeños cortes en los dedos y se me seca de nuevo la piel, expuesta a los cambios de temperatura, la pintura, el jabón y los cuchillos que no sé usar.
Me lleno la cabeza de golpes tontos con cajones, igual que todas aquellas veces que me abrí una brecha entre el pelo por clavarme una esquina, pero sin ser tan grave. Me llevo las manos a la cabeza. Desde fuera quizá parezca que me escandaliza ser como soy, pero solo lo hago para cuantificar el dolor.