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no os gusta Francia

Un fleuve vivant

Es la tercera vez que celebro mi cumpleaños en este país: 1997, 2022, ahora.

Aterrizamos en el río donde nos conocimos y lo hacemos con la persona más francesa que conocemos. Nos recoge en lo que él llama su Tesla con conducción automática, que en realidad es un Renault viejo con un conductor ausente. Hablamos de la suciedad del coche, de una paella en mal estado y de las opiniones políticas de la gente.

Tú y yo enseguida aprovechamos que Nantes da para muchos juegos de palabras y los hacemos nant’stop, él dice que nos merecemos el uno al otro. Tomamos sidra un minuto después de aprender que hay sidra nantesa y comemos galettes y crêpes. Al lado, junto a la iglesia de Saint Croix, están montando dos árboles de Navidad y guirnaldas. Debatimos sobre si hay el rodaje de una peli o una brecha temporal al futuro en algún lugar de la plaza.

Con el viaje queda claro que nos pasa algo con las islas porque volvemos a dormir en una, como todas las veces que hemos cogido un avión este verano. Desayunamos al lado del agua, donde todo va muy rápido y en dirección contraria: tú y yo decimos lo de la Loire, un fleuve vivant.

El martes le cuento a Geoff que, del francés, todavía odio más el espacio entre palabras y signos de puntuación que el sinsentido de la ortografía. Recuerdo que se olvidan de poner el acento en las as de muchos carteles. À emporter. À louer. À corriger.

Hago fotos de pintadas que podrían estar en nuestra ciudad si estuvieran escritas en catalán y de chimeneas que podrían estar en Londres si lo estuvieran. Por la noche bebemos y mezclamos conversaciones como cuando tenía menos años que ahora. Reconozco canciones francesas del bingo musical y él le explica a su novia cuánto me gusta la música.

El día trece le escribimos a Geoff al lado del río, en un puerto con muchas casas de colores. Le aclaro que es un mal guía, pero que al ser gratis no podemos quejarnos. Encienden una bengala y me cantan joyeux anniversaire, joyeux anniversaire mientras yo me pregunto qué se supone que debo hacer con la bengala, esperar a que se apague o intentar apagarla.

Sin soplar no sé pedir un deseo, así que la chispa se apaga sin que lo haya pedido.


On s'est rencontré là-bas

Pasan los días como los kilómetros en la autopista mientras tú y yo ubicamos juntos las palabras que habíamos perdido. Conducimos hacia el sur para llenar el trocito de costa que nos dejamos el año pasado.

En La Rochelle comemos en el suelo, de cara al Atlántico, y parece que estemos en casa porque el día es tan bonito que hasta el océano está calmado. Canto esas letras de hace tanto: Notre semaine à La Rochelle, j’avais jamais vu l’oceán.

En Bordeaux te llevo a las plazas que conocía y tú a mí a las que no conocía. Hacemos un estudio sobre las mejores boulangeries de la ciudad y las ponemos a prueba después de una caminata o de un trayecto en tranvía.

La última noche nos bebemos nuestros orígenes en un local pequeño, y cuando la chica nos pregunta si conocemos la zona le decimos que nos conocimos allí. Nos mira confundida, incapaz de creerse lo que le estamos contando o de procesar nuestra pronunciación atrofiada por un cansancio que no nos deja entendernos ni en catalán. Durante la cena hablamos de los años y los días que hemos pasado en Francia. Me doy cuenta de que he pasado meses en este país —solo contigo ya llevo uno—.

En el desierto que hay al lado del Atlántico te canto Le vent nous portera porque hay una chica que vuela. Después la escuchamos en el coche y se me queda pegada mientras vemos cómo Bordeaux se hace más pequeño todavía por la ventana del avión, dice:

Des poussières de toi, le vent les portera.

Tout disparaîtra mais le vent nous portera.


Tengo veintisiete y siete a la vez

Cuando volvemos a entrar en Francia lo primero que haces es gritarle «puto gabacho» a un coche que se te cruza. Es de noche pero no lo parece porque la luna está llena, tanto en el cielo como en el mar que hay junto a la autopista. Me cuentas que en esa zona suele hacer tanto viento que se mueven los coches de un lado a otro. Lo leo en los carteles, que advierten peligro haga el tiempo que haga.

Al llegar no veo peligro en la casa y puedo dormir. Hemos venido a cuidar a los niños y enseguida encontramos el regalo que nos ha hecho él: nuestros nombres cosidos a mano sobre una tela. Se ha dejado una letra de tu nombre, pero nadie se lo dice.

Por la mañana corro por el pueblo y llego hasta la iglesia, hasta el cementerio. Sigo los carteles de centre-ville, pero veo solo cruces y muertos. Es bonito. Después el día se complica: pienso que no se puede tener hijos y un tornado en la cabeza. Me acuerdo de Aftersun y de lo mucho que me gustó verla.

Fuera de casa tenemos una vida distinta a la que realmente tenemos. Cuando estamos en público o cuando decimos deux croissants et deux chocolatines, s'il vous plaît o quatre billets, deux pour les enfants o oui, oui, ils parlent français, todo el mundo asume algo de nosotros que es mentira. Se lo dices a esas chicas españolas, lo de que no son nuestros, y ellas se entristecen porque les gustaba más la historia ficticia.

Ser mayor es tener voz: un día, mientras paseamos por el pueblo donde ellos viven, un señor que va en coche te pregunta a ti dónde está el polideportivo. Cuando contestas que no eres de ahí, el coche arranca con un d'accord, merci. Se larga mientras él, que mide poco más de un metro y tiene voz de niño porque lo es, está señalando una dirección y explicándole cómo llegar allí. Con la palabra en la boca, ve cómo el coche deja atrás el polideportivo y se pierde en la lejanía.

Me gusta ser extranjera porque deja margen de maniobra. Cuando saludamos a la vecina hago como que no hablo francés porque no me apetece hacerlo. Sonrío mucho y ya, como la española a la que ayudé en un restaurante porque asentía sin saber a qué. La vecina le dice a su perro que no sabe quién soy, pero yo me mantengo firme y sonrío. Soy más discreta como extranjera que como nativa.

Con el tiempo, vuelvo a aprender mucho sobre las diferencias entre haber nacido hace poco y haber nacido hace bastante, como que las mentiras son inevitables tanto para unos como para otros, o que ser vulnerable en el primer grupo es lo mismo que en el otro, pero sin disimularlo. También vuelvo a aprender que tengo veintisiete años y siete a la vez.

Me sorprende la soltura con la que mienten los niños, pero más cómo de fácil les resulta decir lo que no saben: qué es una novela, cómo se escribe el catalán, por qué la gente se desnuda en la playa.

Después de salvar una rana, ser mayor y fingirlo, nos vamos. Y lo hacemos justo cuando se pone el sol del último día. Al lado del mar, vuelve a ser de noche aunque no lo parezca. Vuelve a no hacer viento, vuelve a no haber peligro. De todas formas, cada pocos metros, los carteles piden ir con cuidado haga el tiempo que haga.

Cerca de la frontera, te pregunto cómo de lejos está el niño que fuiste. Me contestas hablando sobre qué islas de personalidad tendrías si fueras la prota de Inside Out.

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