Cruzo el país en coche buscándote. Te reirías si me vieras porque sabes que conducir no es mi punto fuerte. Escucho en bucle la playlist que hice antes de irme, cuando este viaje no era más que otra de las tonterías que me pasan por la cabeza y tú estabas solo al otro lado del móvil.
Paso las horas imaginando la cara que pondrás al verme mientras estoy circulando en modo automático. Cada un rato vuelvo a la carretera y compruebo que sigo con vida, en mi carril y con los ojos abiertos.
En todos los sitios en los que bajo del coche todo el mundo parece saber dónde va. Yo no. Yo pregunto direcciones sonriendo mucho y doy siempre las gracias, aunque no entiendo nada de lo que me dicen.
Paro a comer en estaciones de servicio. Aprovecho para cargar el móvil y mirar en Insta los stories de todo lo que no estoy viviendo. Los coches llegan y se van al otro lado de la ventana, me monto historias sobre los lugares a los que se dirigen o los lugares de los que huyen.
Cuando oscurece duermo en los asientos de atrás, solo media hora seguida cada noche. Me despierto imaginando que alguien golpea los cristales de forma agresiva; casi todas las veces es solo el viento, las demás no lo sé porque no me atrevo a mirar fuera.
Los días pasan lento porque son todos parecidos y, sin embargo, voy cumpliendo años. Veintitrés, veinticuatro, veinticinco. Sigo dando vueltas, tantas que al final me mareo. La playlist se hace cansina y tu imagen, confusa. Olvido cómo espero que seas, lo que quería decirte y el por qué de este trote infinito.
Cuatro penínsulas más tarde, me doy cuenta de que no estás en ninguna. He gastado el tiempo entre carreteras gastadas para no encontrarte nunca. Cuando lo entiendo, dejo el coche mal aparcado en una gasolinera y me bajo.
Voy al baño, que está sucio y es más triste que vivir buscando algo que no existe. Me miro en el diminuto espejo que cuelga de la pared, lleno de pegatinas que llevan más años aquí que yo en este mundo, y me quedo así durante una hora intentando convencerme por dentro de que debo irme a casa; por fuera, no digo ni hago nada. A medida que pasan los minutos, van entrando y saliendo mujeres del baño. Algunas me apartan un poco para poder lavarse las manos, ninguna me habla.
Cuando me canso de estar allí, salgo y me dirijo al coche. Debo irme a casa. Subo y, sin poner música, arranco. Esta vez no imagino tu cara en ningún momento. Conduzco y tengo los ojos puestos en la carretera, las manos en el volante y la cabeza donde debería tenerla. Se me hace extraño.
Pongo mi calle en el mapa. Dice que siga recto y estoy a punto de hacerlo, pero en el último momento doy la vuelta. Decido cruzar el país en dirección contraria. Paso las horas imaginando un lugar al que querer llegar mientras estoy circulando en modo automático. Cada un rato vuelvo a la carretera y compruebo que sigo con vida, en mi carril y con los ojos abiertos. Al fin y al cabo, conducir nunca ha sido mi punto fuerte.
Renunciar a una parte de mí, tampoco.