así menguaba
- elena ballvé martín
- 23 feb
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 19 mar
alguien que se llama como yo
En junio, el cielo gana luz y yo pierdo el nombre. Lo veo escrito y me parece desconocido, gastado. Suena igual que aquellas palabras que me repito tantas veces que dejan de tener significado, como si de repente fueran parte de un idioma que no entiendo.
El primer miércoles del mes, cuatro de mis personas favoritas del mundo insisten en faltar al curro para venir conmigo a Madrid. Me escuchan decir algo ante un micro y me miran el resto del tiempo como si fuese su hija recién salida de un coma. Esos días contesto en catalán a mucha gente más por despistada que maleducada. Me extraña que se me olvide que aquí no entienden el idioma de casa porque en el centro de mi ciudad ya tampoco lo entiende nadie. Nos pasamos la tarde juzgando libros random por su portada, andando mucho, bebiendo más y paseando con Lucía, que de todas ellas es quien me conoce desde hace más años y todavía le caigo bien. De madrugada, en un bar, mis amigas le hablan de la novela a un tío que intenta comprarle el ejemplar a una de ellas —no lo consigue—.
Al día siguiente hacemos turismo, pero vemos más librerías que monumentos. En La Central, Júlia le dice al librero que cuide esas novelas azules porque son de su amiga. Yo me tapo la cara con ambas manos, igual que las niñas pequeñas que creen posible desaparecer así.
Las horas que pasamos allí son tan bonitas que luego tengo que recuperarme. De vuelta en Barcelona doy mucho las gracias, escribo mi nombre en la primera página del libro aun sentirlos ajenos —el nombre y el libro— y repito a las personas que más quiero que su dedicatoria tan solo dirá: «Con cariño, Elena». También contesto mil veces las mismas preguntas numéricas, de esas que empiezan con la palabra cuántos.
jornada intensiva y las sandalias
1.
Tengo una herida en el pie que absorbe arena y lo que toque mi piel. Me duele al correr, al vestirme, al curarla y al descuidarla. Por la noche me pesa la noche y él dice que esperará despierto hasta que yo esté dormida. En los acantilados apunto ideas para futuros textos, luego nos sentamos frente al mar. Me pregunta qué pienso: los ojos me van a mil de un lado a otro, dice.
Cuando se acaba el día, el camino dorado se hace pequeño en el mar. A menudo él se mete hasta la cintura en el agua con mis frases; yo le vigilo como si pudiese ahogarse o perderse. Leo más que escribo: ¿qué pasa?
2.
Nos saco de la cama a las siete y media y salimos a correr arrastrando los pies. Rodeamos los acantilados y vemos mucho mar. Al llegar a casa nos ponemos un bikini y un bañador mientras sudo tanto que me ahogo en mí misma. Nos colamos en la piscina de los vecinos. Nos metemos bajo la ducha primero y en el agua después, donde hablamos susurrando para que no nos delate la voz.
Andamos hasta casa. Empapados, esperamos en la calle a dejar de estar empapados. Me pongo el vestido del día que llegué, el largo gris, y las sandalias. Desayuno pan y café y trabajo por obligación. Al terminar me pongo a ver vídeos. A las cinco y veinte escribo esto. Pienso en contar un poco lo que pasa todos los días que esté aquí y en malgastar mis palabras y en si es posible malgastarlas. Dicen que en una hora seremos libres para hacer lo que sea. Entonces, dejaré el móvil e iremos juntos a la playa.
septiembre
El sol perfila nuestra silueta en el puente Nuevo y saludamos. Se llama así porque hay uno más viejo, pero no es nuevo, sino de 1700 algo. El pueblo crece alrededor de un tajo profundo y solo nuestra sombra, el puente y los pájaros lo cruzan. Si no estuviera aquí creería que no puede haber un lugar así. Parece que exista en una inteligencia artificial o en una serie con mucha postproducción; ninguno de los poetas lo dice así en los versos grabados en las paredes del centro, pero todos queremos expresar lo mismo: que es un pueblo tan bonito que hay que parpadear muchas veces para comprobar que es real.
En la tienda junto al puente, la mujer de la caja nos cuenta que en invierno hace mucho frío. Nos habla durante bastante rato sobre un producto que compró en Amazon que le calienta las manos; dice que en este país estamos muy atrasados y que en China tienen muchas más cosas. Cuando nosotros mencionamos de qué ciudad venimos, ella susurra desconfiada que ya se lo parecía, como quien señala la brujería de alguien que intentaba esconderla.
—¿Está Barcelona tan mal como cuentan? —pregunta.
Parpadeo unas cuantas veces como al mirar el puente y contesto:
—¿Qué cuentan?
octubre y noviembre
Vemos el cometa del siglo en el cielo, enmarcado en la calle que me ha visto crecer. Después, Ale cumple años y Patri dice que vamos a ganar la lotería. Encuentro pistas en casa, pierdo la compostura en el curro, gano palabras en clase. Visitamos el puerto nuevo tres veces. Salimos de fiesta los dos solos: bebemos casi tanto como antes y comentamos tanto el set como siempre; esta vez es de Yung Prado.
A finales de mes y durante todo noviembre intentamos paliar la culpa que acompaña la suerte. Ayudamos como podemos, aunque sea poco. Júlia y yo debatimos en el súper sobre si necesitarán más productos para la regla, guantes, comida de perro o garbanzos. Veo tantas imágenes de allí que me asusto cuando aquí, en el trabajo, pitan a la vez todos los móviles con el mensaje de Protección Civil. Alguien dice: «Mira que he faltado al curro por causas inventadas y hoy he tenido que venir».
Ayer vi un vídeo de unas psicólogas voluntarias que contaban casos con los que se estaban encontrando. Hablaban sobre una niña a la que ahora le daba miedo la lluvia y que el clima se lleve su casa. ¿Y a quién no?